Granada sobre costal de especias

Patricia
4 min readAug 20, 2020

El sueño se desintegra y busco sus imágenes como una espigadora.

Parece que va a caerse aquella pared recargada sobre las nubes.

Un enfermo canta y mi oído se llena de arena,

tiene las cuerdas tan rotas que su garganta se confunde con un paraguas.

Le apesta el aliento (el agua es un producto de lujo).

Está gritando y no sabe cuándo va a acabarse la saliva.

La boca pastosa como hierba de paja.

Su mirada tiene una red que ahuyenta a las moscas.

Va volviendo por deshidratación a la arcilla,

no al polvo, la arena o la ceniza. Un torbellino

lijó los templos, cubrió a los santos y los espejos.

En mi espalda una vertebra punza. Es un cuchillo.

Arriba hay un cometa carroñero. Pasa

un camión con diez ventanillas vacías. Su rastro

me sacude la melena. Cada pelo manipula a una marioneta.

Al caer el hilo al suelo sumerge una bolsa de té en la taza.

En el maletero llevaba costales de especias

que olían a fango por la lluvia, unos panes

horneados con gas lacrimógeno. Sudé por el delirio

de una fiebre provocada por el insomnio.

A la orilla de mi cama me esperaba un perro.

Subí a la montaña por un elevador lleno

de espejos y sólo la gente importante

tenía acceso a las oficinas en la cima.

Lo cables zumbaban como mosquitos.

En el río un pez estaba siempre naciendo.

Al abrirse las puertas yo salía del cuerpo

de mi madre, la cabeza calva de un lado

y del otro una larga cabellera iniciaba

un río cuyo cauce se hacía una caravana.

La corriente unía un pueblo con otro a girones

la gente sangraba. Era la fe una costra deforme

como el territorio de un país poderoso en el mapa.

Oí a los lobos aullar de madrugada, los árboles

quemaban por la velocidad sus llantas. Al borde

de la carretera una nube: destartalada, sin lluvia,

[ya inservible.

¿Cuánto falta para llegar al mar?, pregunté

como una niña somnolienta asomada a la ventana.

En la guantera descansaba eternamente mi tumba.

Una canción triste salía de la bujía. Mis palabras

flotaban como los pétalos de un diente de león.

Si hubieras tocado mi sombra estaba ardiendo.

El algún otro lugar caía un muro y un iceberg.

En la caseta le revisaban los piojos a los niños,

pero no las armas en las mochilas de sus cabezas.

Me llevaron al hospital a vaciarme los ojos.

Los frotaron con un trapo húmero, adentro

ardía una bola de lava, jugamos un rato

en la playa desnudos. Como un militar

me quedé al lado de la puerta, velaba

para que no desaparecieran algunas cosas.

Respiré cerca de un espejo y borré mi imagen.

Aplastada entre mi cuerpo y el colchón

dormía mi sombra. Mis lágrimas

eran el Ícaro al que el sol le derrite las alas.

Quise entrar al río por la puerta,

con la fuerza de lo que cae y avanza.

A mi lado dormía un hombre a ojos abiertos,

proyectaba en el muro las imágenes de sus sueños.

Pocas veces ahí era a mí a quien amaba. Le grité

a las estrellas, pero sólo respondió el viento.

Estaba aguardando en sus fauces el vuelo de un pájaro.

Al campo el sol repartía su trigo; me puse una máscara.

¿Quién va a salir de su tumba para resucitar?

¿Quién va a salir de su tumba para resucitar?

Hice todo con mis manos en esta vida:

te acaricié, cada mes limpié mi sangre,

me cubrí la boca, la piel, los oídos

para que ningún virus saliera o entrara.

Mi voz se puso a nadar. Salté

en busca de aire, no del fondo,

una estación menos violenta.

Llegué por el vientre a muchos sitios.

Caminé en círculos, porque la tierra se recuerda.

En la carretera danzaban hojas perdidas.

Había en ellas un imán, un hilo.

Mi cabeza ocupaba el sitio de mis pies

Me dirigió y fue todo caída.

¿Qué haces con ese cuchillo en la mano?

Eché un puño de tierra en mi garganta.

Y borré para siempre esa herida.

Fui la nube que no titubea al cambiar de forma.

Ante mí una plaga de piedras apedreó a quien la miraba.

El desastre no era sino el curso de las cosas.

El hielo incendió silenciosamente un bosque.

¿Qué decía la luna hablando con el agua?

Las palabras se desprendían de mi boca

como la piel de un leproso. Eran luego

una víbora que decía: arrástrate y cambiarás.

Había perdido a un amigo. Lo llamaba y su voz

estaba guardada en una urna con cenizas.

Lancé con la nariz una moneda de oro al aire,

fue lo único que me dio la cara en mucho tiempo.

Barrí el polvo que habían dejado mis huéspedes.

Encontré en los libros toda clase de alimañas.

Destruí los mausoleos y la piedra recuperó su forma.

Para mi suerte no había ahora nada sagrado.

Dios era violento en su silencio.

Pasé tiempo bajo las brasas,

cargué mi cuerpo a cuestas como un costal.

La crin del gallo se despidió del sol.

Fue una ruta sin sentido mientras se marcha.

¿Quién está llamando a la puerta?

Abrí con la perilla de una naranja

a la que había que quitarle la cáscara.

Atravesé los gajos, adentro había gente cenando.

Podía oler cuántos años tenía cada mueble.

No recuerdo cuántos latigazos tuvieron

que darle al árbol para convertirlo en un cactus.

Me sentí sola como si llegara a una estación

vacía de madrugada en una ciudad fantasma.

Sentí miedo porque no podía sentir otra cosa.

Tenía miedo de que nada me amenazara.

Quería que se hiciera de día, pero el tren

era un niño que gateaba sin dirección.

Me quité el vestido por las piernas.

Era un hula-hula. Tomé de la mano al derviche.

Me dijo que iríamos a moler el pan.

Sus migajas eran semillas de granada.

Con el escarpelo de la luz en la pupila,

sentí alivio al ver que mi cuerpo aún sangraba.

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